La reflexión de hoy está enfocada en los efectos de normalizar la violencia que se ejerce contra los niños, niñas y adolescentes en las escuelas, públicas y privadas, del país. Hace unos días circuló por Facebook un vídeo de un profesor del Colegio Mejía en el que se podía observar cómo les daba golpes tipo “nalgada” con un objeto a unos estudiantes de primero de bachillerato.
Estos hechos tienen dos facetas que no podemos ignorar, la primera, que seguimos confundiendo disciplina con malos tratos, la segunda, que naturalizamos, e incluso algunas personas, aplauden conductas como la narrada.
Preocupa leer comentarios en la red social en las que se decían cosas como: “a mí también me pasó cuando fui estudiante, y eso fortaleció mi carácter” o “así es que hace a un hombre de verdad, con la fuerza”.
Cuidado con naturalizar la violencia, no es aceptable que se la ejerza contra los guambras, contra las personas privadas de la libertad, contra la mujer, ni contra nadie. Actos como el mencionado dejan profundas secuelas en la autoestima y envían las señales equivocadas sobre los patrones de crianza y educación.
Ejercer violencia contra las personas más vulnerables es ejercitar el poder para vengarnos o desahogar nuestras frustraciones; de ninguna manera es un acto educativo ni propositivo. Con golpes y amenazas no se forman seres propositivos, sus niveles de criticidad disminuyen ante el miedo que provoca la violencia y los incapacita para buscar soluciones constructivas.
Por otro lado, sale de toda lógica que por una parte combatamos la violencia contra la mujer, pero por otra aplaudamos que las instituciones educativas, tanto públicas como privadas, eduquen a los niños, a punta de golpes. ¿No será más bien que estamos creando futuros machitos violentos?
Es hora de enfrentarnos con seriedad a construir propuestas no violentas que, desde los espacios más íntimos del ser humano como son la familia y la escuela, los niños y las niñas aprendan a convivir dentro de parámetros de respeto y dignidad. A olvidarnos de ese feo y viejo adagio, porque la letra con sangre ¡NO entra! ni antes, ni ahora, ni nunca.