La masacre que ocurrió hace pocos días en cuatro cárceles de Guayaquil, Cuenca y Latacunga y costó la vida de 81 seres humanos, evidenció que el Estado ha dejado de tener el control efectivo de las prisiones en el país y que grupos de delincuencia organizada, probablemente vinculados al narcotráfico, no tuvieron ninguna dificultad en llevar a cabo las matanzas. El grado de perversidad y de sadismo de los asesinatos recuerdan mucho a los cometidos por los carteles mexicanos de la droga, los cuales usan estas prácticas para aterrorizar a la población y doblegar la moral y ética del Estado, especialmente de sus cuerpos de seguridad. También repugna el que haya gente que menosprecie la vida de los presos y se contente con sus muertes, como si no fueran seres humanos, que además son hijos, padres, esposos, hermanos, amigos.
El Estado demostró su incapacidad total para garantizar el derecho a la vida de los reclusos, en un contexto en que en los últimos años se redujo en más de 500 el número de guías penitenciarios en las cárceles, así como en más de 60 millones de dólares el presupuesto para el sistema carcelario. Además, se eliminó el Ministerio de Justicia que estaba a cargo del sistema. Lo que evidencia el desinterés total del gobierno de Moreno por los presos y lo que les pudiera pasar. A esto se suma la enorme corrupción que afecta los centros carcelarios y que permite que los reos tengan fácil acceso a armas de fuego, armas blancas, teléfonos celulares, drogas, alcohol, etc., lo que hace que masacres como las del 23 de febrero puedan ser llevadas a cabo.
Desde el 2007, el número de presos en las cárceles del Ecuador pasó de 13 mil a 39 mil, es decir se triplicó gracias a un Código Integral Penal (COIP) que permite el abuso de la prisión preventiva. Es así que cerca de la mitad de los reclusos no están sentenciados y por otra parte la gran mayoría de reclusos (también existen unos pocos privilegiados que gozan de comodidades y privilegios) viven en terribles condiciones de hacinamiento e insalubridad. Todo esto empeora con innumerables reformas populistas a dicho Código, que crean delitos, incrementan penas y que en definitiva hacen de la privación de la libertad la regla general. Los jueces casi siempre optan por sentenciar con las medidas más duras para no ser criticados o sancionados.
La rehabilitación social es una farsa y muy pocos de los detenidos tienen posibilidad de trabajar o estudiar por falta de talleres, aulas y profesores. Al menos 15% de los presos están encarcelados por no pagar pensiones alimenticias. En su gran mayoría no son delincuentes. Para descongestionar las prisiones, deberían tener medidas sustitutivas como presentaciones periódicas y se debería aplicarles coactivas si no cumplen con las obligaciones para con sus hijos. Todo esto agravado por el contexto de pandemia.
Para que el 23 de febrero no sea el inicio de un período nefasto en el país se debe eliminar la base social del crimen organizado y crear las mínimas posibilidades de rehabilitación para los presos en lugar de ser escuelas de perfeccionamiento del crimen. Sí, para esto se requiere de recursos económicos pero también de voluntad política. El gobierno de Moreno no ha tenido ni lo uno ni lo otro, mientras tanto el primer mandatorio solo se mantiene a la espera de que se acabe de su mandato.