Para entender mejor por qué era necesario que la Corte Constitucional del Ecuador analizara si el delito de aborto por violación era o no conforme a la Constitución, es necesario recordar primero algo sobre el contexto cotidiano y los riesgos que a diario viven las mujeres en Ecuador (y en otros países).
La cultura ecuatoriana, como la de la mayoría de los países en el mundo, es patriarcal y cosifica el cuerpo de la mujer. Esto quiere decir en primer lugar, que está normalizado y se crea que es legítimo, que todo el mundo pueda opinar e imponer su criterio sobre lo que es mejor para ellas en temas como el peso, la contextura, el color del pelo, el tipo de peinado, la ropa, los zapatos, la forma de caminar y expresarse, las horas y lugares en que pueden estar, incluso lo que pueden o no hacer y lo que deben tolerar. Esto genera entonces que, desde niñas, las mujeres sean adoctrinadas sobre su inadecuada forma de existir en el mundo. Empieza así una larga cadena de violencias, desde el eslabón más sutil, el psicológico. Con ello inicia la destrucción de su humanidad y dignidad.
Luego, la cosificación escala poco a poco. Al tratarse de cuerpos sobre los que todos pueden imponer su norma, cuerpos despojados de humanidad, y que ahora pueden ser percibidos como cosas, la consecuencia obvia es que estarían para la disposición que otros quieran dar. Se pasa entonces a una colonización de la esfera íntima de la mujer. A su sexualidad. El cuerpo de las mujeres es entonces un objeto sexual, que puede ser apropiado por quien quiera, incluso por los medios más violentos. Desde el “piropo” hasta la violación. Este fenómeno está normalizado y se refleja en chistes, canciones, telenovelas, series, libros y películas, que tienen en común romantizar la apropiación sexual de los cuerpos más jóvenes, o que sostienen la idea de conquistar el consentimiento sexual a toda costa.
Así, la cosificación asegura la impunidad, pues se ha logrado establecer una cultura de la violación. Una en que las mujeres son culpabilizadas de la violencia sexual que sufren por cosas como: la forma en que iban vestidas, la hora y lugar en que se encontraban, las compañías que frecuentaban, etcétera, y en la que está naturalizado el actuar de los violadores, que, según esta cultura narrada, solo estarían apropiándose de una cosa de la que pueden disponer a su antojo.
Por último, la cultura de la violación se asegura de destruir la resistencia de las mujeres, ahora con apoyo del aparato jurídico, pues en caso de embarazos no deseados les prohibía interrumpirlos so pena de recibir un castigo de cárcel, por atentar contra la vida de otro. Así, la cosificación solo cambiaba de fachada, pues la mujer violada no podía decidir sobre su propio cuerpo, su salud, ni proyecto de vida. Era tratada como una incubadora.
Visto este largo contexto, tiene sentido que fuera necesario cortar con la cadena de injusticias y violencias que viven las mujeres, pues es contrario a su dignidad y libertad, que además de vivir inmersas en un ambiente cotidiano de riesgo y de desconocimiento de sus derechos, el Estado las obligara a llevar a término un embarazo no deseado, o de suspenderlo, las llevara a la cárcel. Esas eran sus opciones. Más violencia.
La Corte Constitucional entonces se preguntó: “si la configuración legislativa de este delito por parte de la Asamblea Nacional y la consecuente penalización de niñas, adolescentes y mujeres víctimas de violación que han interrumpido voluntariamente su embarazo contraviene los límites impuestos por la CRE y los instrumentos internacionales de derechos humanos”. Y concluyó que sí.
No es posible presentar aquí de forma exhaustiva el análisis hecho por la Corte en la Sentencia Nº 34-19-IN/21 y acumulados, pero sí decir, que luego de un largo debate y examen, evidenció que la penalización del aborto no era un medio proporcional para la protección del nasciturus, y que por el contrario la maternidad forzada atenta contra los derechos de las mujeres violadas a la integridad física, psíquica, moral y sexual; contra su autonomía y libre desarrollo de la personalidad; y contra su libertad de decisión, sin injerencias indebidas del Estado, sobre su salud, vida sexual y reproductiva, pero sobre todo, sobre su propio cuerpo.
Para finalizar solo resta agregar una necesaria contextualización. Contrario a lo que la cultura de la violación nos hace creer, no existe un único modelo de mujer en la sociedad y ninguna violación es deseada. Las mujeres violadas y que necesitan acceder a una interrupción voluntaria del embarazo, son niñas desde los 11 años de edad y mujeres de otras edades; son mestizas, pero también afrodescendientes, montubias, indígenas, extranjeras y nacidas en el país; algunas tienen capacidad económica pero también muchas de ellas son pobres; practican alguna religión pero también hay quienes no; salen de fiesta o no lo hacen; algunas estudian, otras trabajan fuera o en el hogar; algunas ya tienen hijos, pero también hay quienes no; algunas tienen discapacidad mental, otras no. En fin, ninguna de ellas pidió ser violada.