El país se encuentra en un momento crítico en cuanto al crecimiento de la violencia y de la criminalidad. Desde la Presidencia de la República y la Asamblea Nacional únicamente han atinado a usar fórmulas ya conocidas y fallidas, las viejas confiables de apostar por reforzar el poder de la fuerza pública sin pedirles rendir cuentas, facultarles para hacer un uso arbitrario e indiscriminado de la fuerza y, respaldar la impunidad advirtiendo que la administración de justicia debería dejarles actuar sin limitaciones.
Adicional a esto, nuevamente estas funciones del Estado impulsan la reforma de las leyes para aumentar las penas, hacer de la privación de la libertad la regla general, pese a nuestra cruenta realidad carcelaria. Y, por si fuera poco, un grupo de asambleístas han presentado un proyecto de ley que busca que los adolescentes sean tratados como adultos en cuanto a su responsabilidad penal.
Todas estas fórmulas apelan a las soluciones fáciles e inmediatas, explotan el sentimentalismo a través de la demagogia y el populismo, pero en la práctica esta llamadas “soluciones” no han generado resultados efectivos en contra de la delincuencia. Más bien han elevado la conflictividad, generado grupos de poder en el Estado que actúan con impunidad, e incluso producido violaciones de derechos humanos, entre ellas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, torturas, violencia sexual y persecución a opositores políticos.
En el aire se huele un rancio recordatorio a los sangrientos años setenta, ochenta e incluso noventa, resuenan casos como el de los hermanos Restrepo, la profesora Consuelo Benavides, el caso Fybeca, entre muchos y muchos otros. La verdad es que la violencia estatal es un problema no superado que se agrava ante discursos políticos que justifican lo injustificable. Sirvan de ejemplo el caso del joven Paúl Guañuna, los múltiples agredidos en las protestas de octubre e incluso el femicidio de María Belén Bernal.
Proponemos tres soluciones que han generado resultados más favorables en otros contextos geográficos cercanos como el de la ciudad de Medellín en Colombia, de Costa Rica en Centroamérica, o incluso, de contextos un poco más alejados como el de los países nórdicos y sus sistemas de rehabilitación.
Aumentar la inversión en todos los derechos, pero en especial en derechos sociales. Quien tiene techo, alimento, educación, salud, seguridad social y la posibilidad de generarse un sustento diario, es decir quienes encuentran satisfechas sus necesidades vitales, no suelen delinquir. Para muchos la cárcel es el único servicio que les ha proporcionado el Estado.
Fortalecer el sentido de comunidad y los servicios de los barrios, no tiene falla. Los lugares que gozan de posibilidad de integración entre sus miembros reducen la posibilidad de conflicto, los barrios en los cuales se generan posibilidad de cuidado, recreación y desarrollo de capacidades y habilidades generan un contexto en el que los niños y niñas son menos proclives a ser reclutados por bandas delictivas.
Instituir programas de rehabilitación a largo y mediano plazo que se basen en el ejercicio de derechos, la sociabilidad y la reintegración de las personas, esto en lugar del castigo y la punición. Es ridículo intentar enseñar a vivir a las personas en sociedad encerrándoles en lugares insufribles, de los cuales en ocasiones no saldrán vivos, o si salen, saldrán totalmente corrompidos.