Un femicidio en cualquier circunstancia debería provocarnos indignación y rechazo total. Pero el femicidio de María Belén Bernal, en particular aún más, porque muestra la atrocidad de un crimen contra la vida de una mujer, pero además deja en evidencia falencias estructurales de varias instituciones estatales, principalmente de la Policía Nacional.
Detenido Cáceres, principal sospechoso del crimen, no tardaron en llegar los mensajes solidarios con él en redes sociales, pidiendo empatía, oraciones, perdón, justificando un acto de esta naturaleza porque lo habría cometido en estado etílico. Algunos mensajes mencionaban que quien debería juzgarlo debería ser únicamente dios. La indignación por este crimen fue catalogada de odio por quienes defienden a Cáceres en las redes sociales. Pero, por si esto no fuera suficientemente grave, en paralelo han circulado mensajes atacando a Elizabeth Otavalo, madre de María Belén Bernal e incluso poniendo la responsabilidad de su muerte en la propia María Belén.
Todo esto que pasa frente a nuestros ojos es una apología y antesala para la impunidad y el síntoma de una sociedad profundamente violenta, revictimizante, enferma que se deja ver así entre publicación y publicación de mensajes en una y otra red social. Pero mirando aún más allá en el contexto de estos mensajes, la necesidad de santificar a Cáceres ocurre para que el costo de este acontecimiento le salga un poco más barato en términos de prestigio a la Policía Nacional, quienes no pierden el sueño por los actos delictivos de algunos miembros de sus filas pero sí porque se “manche” el “buen” nombre de la institución.