El límite necesario: derechos humanos y convivencia solidaria

En una sociedad democrática y plural, los derechos humanos no son absolutos ni pueden ejercerse de manera aislada. Cada derecho encuentra su realización más plena cuando se reconoce que los demás también tienen derechos. Es precisamente en este equilibrio donde reside la base de una convivencia justa. No se trata de renunciar a las libertades individuales, sino de ejercerlas con responsabilidad y respeto al otro.

Un principio fundamental en materia de derechos humanos es que la libertad de una persona termina donde comienza la del otro. Este límite no es un obstáculo, sino una condición indispensable para que todos podamos vivir en dignidad. La solidaridad, entendida como el compromiso activo con el bien común, refuerza este principio. Solo habrá derechos humanos con una ética compartida de respeto, empatía y cooperación.

Tomemos como ejemplo la libertad religiosa. Este derecho es esencial y está protegido en tratados internacionales y constituciones nacionales. Toda persona tiene derecho a creer, practicar y manifestar su fe, o incluso a no tener ninguna. Pero este derecho no habilita a imponer creencias sobre otras personas, ni a condicionar el acceso a servicios públicos, la educación, la vida familiar ajena, o inclusive la forma de vida de grupos de personas como los pueblos indígenas. Usar esta libertad para negar derechos a otros —como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo, a formar una familia diversa, o a recibir educación científica— representa una distorsión grave del principio de libertad.

La solidaridad entra aquí como guía: si entendemos que vivimos juntos, con diferencias, pero con igual dignidad, entonces nuestras convicciones personales deben coexistir con los derechos de los demás. Una sociedad solidaria no busca uniformar, sino garantizar que nadie imponga su verdad como ley para todos. Recordemos lo que dice el Artículo 29 de la Declaración Universal de Derechos Humanos:

1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.
2. En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática.
3. Estos derechos y libertades no podrán, en ningún caso, ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas.

Los derechos humanos no son un juego de suma cero. Esta expresión, del lenguaje de la economía y la teoría de juegos, se refiere a situaciones en las que lo que una persona gana, otra necesariamente lo pierde. Pero los derechos no funcionan así: que una persona acceda a sus derechos no significa que otra pierda los suyos.

La convivencia democrática exige que dejemos de ver los derechos como armas para defender intereses individuales, y los reconozcamos como puentes que nos conectan como sociedad. Y los remedios más útiles para afrontar los males de la polarización, son precisamente: reafirmar la interdependencia entre derechos y deberes, y cultivar la solidaridad activa… aunque esta nos implique no entrometernos en la vida del otro.