El laberitno sinfín de la trata de personas
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos
Si la dignidad humana constituye el bien protegido por excelencia y es la matriz en la que se escriben los demás derechos, ninguna afectación puede ser mayor que la irrogada contra ella. Los derechos humanos no son más que la eclosión de un solo gran derecho: el derecho a la dignidad de las personas y de los pueblos.
La pérdida de mayor envergadura, la que arrastra con el gran valor de la dignidad humana, es la de convertir a un individuo en objeto, en una mercancía, la de convertirlo finalmente en un ser desprovisto de libertad y voluntad propia.
Este es el punto de despegue inevitable para defender a las víctimas de tanto atropello y rescatarlas de la condición a la que han sido reducidas. El delito de trata de personas es por todo ello un delito contra los derechos humanos, una agresión total que ofende los principios fundamentales en que se basa la existencia digna del ser humano.
Desde otra perspectiva, si algo da razón a nuestra vida es la identidad y la pertenencia, que nos garantiza un plus de dignidad: somos parte de un país, de una familia, de un gremio, de un barrio o de una iglesia. Ese horizonte propio se traduce en ejercicio de derechos. Cuando realizamos una decisión migratoria, inclusive aquella que se hace en condiciones de absoluta libertad, ella implica algunas renuncias familiares y sociales; no obstante, viajamos con nuestra dignidad en el equipaje. El riesgo mayor que podríamos enfrentar en nuestro periplo es el de ser tratados como objetos, ser vendidos o esclavizados.
Cada vez que pensamos en la esclavitud se vienen a la mente imágenes del pasado, como en el caso de la colonización española en que indígenas y africanos fueron sometidos a condiciones oprobiosas en los obrajes, en las mitas y en las encomiendas; o la imagen que en la tradición cristina constituye la historia de José hijo de Jacob vendido por sus propios hermanos; o inclusive la “triste historia de la Cándida Eréndira” en la Literatura… Pero la esclavitud no ha concluido, la OIT informa que en el mundo se calcula que existen más de doce millones de personas obligadas a trabajos forzados y casi la mitad son niños[1] y la cifra siendo enorme, resulta aún conservadora.
Los “diamantes de sangre” o la explotación del coltán en África constituyen una muestra palpable de las condiciones de esclavitud de cierta población, que con frecuencia dibuja el rostro de niños y niñas hambrientos y sin escuela.
En las dos vías, desde y hacia nuestro país, subsiste el fenómeno de sometimiento a verdaderas condiciones de explotación que configuran casos de trata. La Policía especializada en niños, niñas y adolescentes, de Ecuador, ha puesto de manifiesto en la última década la magnitud del fenómeno, aunque subsiste cierto grado de confusión sobre diferentes tipos penales, en que se rescatan formas de explotación laboral, para la mendicidad y la servidumbre, tanto como para la explotación sexual.
[1] Trata de Personas, Conferencia Episcopal Ecuatoriana, Quito, 2006, p.17