Un tema de gran preocupación en nuestra sociedad, debatido por medios de comunicación, por políticos y por tomadores de decisión, es el relacionado con el cacareado combate a la delincuencia. Las posturas sobre el tema, generalmente se inclinan por el endurecimiento de penas y de medidas restrictivas, mano dura con ellos, como se suele escuchar.
Sin embargo, los problemas de la delincuencia no se solucionan con penas más altas por cometer delitos, y tampoco con más cárceles y mucho menos con más policías y militares armados hasta los dientes y facultados por la ley para disparar sin mayor excusa.
Nuestras cárceles siempre han sido escuelas del delito, lugares sin dios ni ley en los que seres humanos son encerrados en condiciones paupérrimas sin ninguna finalidad rehabilitadora, sino todo lo contrario. Lugares en los cuales la sociedad se miente a sí misma, diciendo que al encerrar a alguien van a enseñarle a vivir en libertad y respetar la libertad de los demás. La novedad es que, desde hace algunos años, estos lugares ya no son solo infiernos que no sirven para nada, sino también patíbulos en que mueren cientos de personas cada año de maneras atroces. Lo penoso es que con cada matanza nos volvemos más insensibles y nos acostumbramos más a ser el Carandirú andino.
La ciencia penal, la criminología y las experiencias comparadas de otros países a los que va mejor que al nuestro en materia de política penitenciaria señalan que, para evitar el cometimiento de delitos y hacer un combate efectivo contra la delincuencia, los estados antes que invertir en mayor fuerza pública y más armas, deben en la práctica, invertir en educación, salud, vivienda, empleo y seguridad social. Se encuentra comprobado que las personas que ven satisfechas sus necesidades básicas delinquen menos o no delinquen. Esto es especialmente aplicable respecto a aquellos delitos que ocurren con más frecuencia, los delitos contra la propiedad, los hurtos y los robos.
Si el Estado quiere combatir a las pandillas y grandes bandas del narcotráfico debe comenzar por crear un contexto en que los jóvenes no sientan la necesidad, o les parezca atractivo, formar parte de estas bandas. Si el Estado quiere evitar la delincuencia debe hacer que el ser delincuente no sea una forma válida e incluso obligatoria para ganarse la vida. Esto se lo logra cambiando la realidad de las personas a través de la institucionalidad, dotándoles de bienes y servicios públicos y no solamente asomando como Estado para proporcionarles encierro y garrote.
Por otro lado, los delincuentes comunes no leen el Código Penal, no se fijan si se crearon nuevos delitos, aumentaron la pena a cadena perpetua y pena de muerte, o si rebajaron los beneficios penitenciarios. Todas estas medidas son ineficientes para combatir la delincuencia. Son medidas únicamente útiles como discurso de políticos demagogos y populistas, que llevan más de un siglo aplicando una medicina que no cura una enfermedad que requiere mayor compromiso social, políticas estatales de largo y mediano plazo y recursos económicos bien enfocados.