Resulta al menos anecdótico que solo a días de diferencia que se inaugurara la muestra “Siempre efímeros, nunca sin memoria” sobre arte urbano en el Centro de Arte Contemporáneo – CAC, un tren del metro de Quito apareciera garafateado y que esto causara la indignación de las autoridades. La muestra de grafiti en el CAC daba la impresión de que esa explosión simbólica del arte urbano guardaba en el fondo una intensa necesidad de expresión, muchas veces reprimida.
Posterior a lo sucedido con el tren del metro iniciaron los anuncios de denuncia, procesos judiciales, sanciones, penas, y múltiples discursos oficiales a favor de los bienes de la ciudad. Sin embargo, es posible que las autoridades y la ciudad en pleno se esté perdiendo una oportunidad muy grande para reflexionar sobre varias cosas:
Es posible definir y redefinir los parámetros que permiten realizar grafitis en la ciudad, esos parámetros pueden resultar de diálogos y consensos que hagan posible la comprensión de esta expresión y sin duda el acercamiento de las partes involucradas. Seguro el ejercicio de negociación no será nada fácil, las autoridades deberían recordar en este proceso que en lo profundo el grafiti es un cuestionamiento del poder, entonces deberían estar abiertos, escuchar. ¿Esto es posible? ¿O solo hay lugar para una eterna disputa de significados sin posibilidad de diálogo?
El grafiti históricamente ha tenido una carga de estigma, ha sido asociado con delitos y a quienes lo realizan como delincuentes y ha sido severamente censurado no solo por los gobiernos locales sino también por particulares privados, propietarios de inmuebles. Entonces se puede pensar en un proceso para quitar estos estigmas. Socialmente es una oportunidad para las y los jóvenes y su producción artística creativa, también para construir colectivamente un auténtico espacio democrático, para que puedan expresar su visión del mundo y para que su voz tenga un lugar, literalmente.
Los grafitis más allá de ser algo contrario al patrimonio arquitectónico de la ciudad pueden ser parte de éste, pueden constituirse en parte de la propia estética de la ciudad.
¿Es posible que el gobierno local disponga de fondos para que se pueda financiar la creación y difusión del arte urbano? ¿Se puede reconocer al grafiti como un arte y sus creadoras y creadores como artistas? De otra parte, la paradoja también está en que, siendo un mecanismo de cuestionamiento al poder: ¿En qué medida la intervención de la figura estatal transformaría al grafiti en algo utilitario y despojado del arte y su crítica? ¿Qué piensan sus autores sobre esto?
Más de un grafiti nos narró el propio espíritu de la ciudad y su gente, desde los amatorios, pasando por los políticos y aquellos donde significante en sí mismo desafiaba a la comprensión a través de los colores o formas de letras. Que el cotidiano de la ciudad no solo nos monte en cólera, sino que permita abrir espacios de diálogo y encuentro, de esos que tanta falta nos hace. La absurda intolerancia incluso se llevó la vida de un joven que pintó un día una pared, Paúl Guañuna, tenía 17 años cuando los vecinos llamaron una patrulla, esta se lo llevó y luego apareció muerto en el fondo de una quebrada. Su rostro, el de Paúl está ahí, en medio de la obra recogida en el CAC, vayan a verla.